martes, 30 de diciembre de 2014

Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana

Del retrato de Ramón Casas
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El patriotismo, el amor a la tierra en la que se ha nacido y al pueblo del que se forma parte, es una constante de la historia de la Humanidad, y tiñe en mayor o menor medida las obras de los historiadores de cualquier época o lugar. Lo hemos visto en en los antiguos griegos y romanos, por más que algunos se propongan elaborar sus libros sine ira et studio. Está presenta en el Laus Spaniae de san Isidoro, el lamento por su ruina en la Crónica de 754... y por su pérdida en la Albeldense... Y así hasta la construcción de los primeros estados modernos (monarquías compuestas pero que se quieren nacionales); ejemplo de ello es la espléndida Historia de Juan de Mariana, que descubre españoles desde los tiempos míticos Túbal... En cualquier caso, las nacionales son unas identidades más, a veces múltiples (locales, regionales, nacionales), que coexisten en el individuo junto a otras identidades religiosas, sociales, políticas y culturales.

Pero en el siglo XIX, la cosa cambia: a partir del patriotismo tradicional y de nuevas corrientes idealistas y románticas cristaliza una nueva concepción de la nación, a la que ahora se percibe como una realidad externa, totalizadora y preexistente (cuando no eterna) a los individuos que la componen. Es una concepción orgánica que Renan, en sus Diálogos filosóficos, describía así: «Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra..., actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie.» Es el origen de una nueva ideología, el nacionalismo, que hace predominar la identidad nacional sobre cualquier otra, que impone la supeditación del individuo a la nación, hasta el sacrificio de la propia vida, que se esfuerza por nacionalizar a las sociedades, y que va a superponerse por igual a todas las contradictorias propuestas políticas de la época: tradicionalismos y legitismos, liberalismos varios y radicalismos, e incluso y paradójicamente, en los internacionalismos obreristas (como se comprobará ya en el siglo XX).

Enrich Prat de la Riba (1870-1917) es un excelente ejemplo de ello. Abogado y periodista, es uno de los responsables de la transformación del catalanismo en un movimiento nacionalista, de lo que es representativa la conferencia que el autor pronunció en 1897 en lo que podemos considerar su puesta de largo, en el Ateneo de Barcelona y que se incluye en la parte central de este libro, publicado en 1906. Ya entonces se ha convertido en un influyente político, en vísperas de presidir la Diputación provincial de Barcelona y, más tarde, la Mancomunidad Catalana. La nacionalidad catalana, a pesar de su carácter meramente propagandístico (o quizás por ello) resulta una excelente muestra de los planteamientos nacionalistas, y de su plasmación concreta en Cataluña. Los presupuestos (para el autor, indiscutibles) y las interpretaciones de los hechos sociales e históricos sobre los que se basa, los argumentos en que se apoya, las propuestas que plantea, describen perfectamente una creencia (en el mejor sentido de la palabra) todavía hoy viva y actuante. Veamos algunos ejemplos:

«El Estado es una entidad artificial, que hace y deshace a voluntad de los hombres, mientras que la patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni modificarla.» «El pueblo es, por tanto, un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, un tipo de ambiente moral que se apodera de los hombres y les penetra y les modela y les trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gentes de otras naciones y razas, y veréis como suavemente, poco a poco, se van recubriendo de ligeras pero continuas capas de barniz nacional, y modifican sus maneras, sus instintos, sus aficiones, infundiendo ideas nuevas a su entendimiento y acaba por variar poco o mucho sus sentimientos. Y si, en lugar de hombres hechos, le lleváis niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta.»

Pero Prat de la Riba pertenece, como todos, a su época. Su nacionalismo se convierte en los últimos capítulos de esta obra en una defensa del imperialismo. La expansión territorial, los imperios, son el resultado natural de la evolución de una nacionalidad: «Los pueblos civilizados o en vías de alcanzar por su propio esfuerzo la civilización plena, tienen derecho a desarrollarse de conformidad a sus propias tendencias, esto es, con autonomía. Los pueblos bárbaros, o los que van en sentido contrario a la civilización, han de someterse de grado o por la fuerza a la dirección y al poder de las naciones civilizadas. Las potencias cultas tienen el deber de expandirse sobre las poblaciones atrasadas. Francia impone su autoridad en Argelia, Inglaterra en Egipto, Rusia en los Kamotos, han sustituido el combate bárbaro y degradante que dominaba en aquellos pueblos, con la ley y el orden justo. La mayor ganancia ha sido para la civilización y para estas tierras desgraciadas, más que para los pueblos que han intervenido en ellas. Los que dedicaban sus versos al Mahdi contra Inglaterra, a Aguinaldo contra los americanos, o a Argel y sus piratas que combaten a Francia, son pobres de espíritu que no son capaces de percibir la elevadísima misión educadora de la humanidad que ejercitan las naciones civilizadas en estas costosas empresas.»


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