viernes, 20 de febrero de 2015

Ernest Renan, ¿Qué es una nación?

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En 1882 Renan ofrece una conferencia en la Sorbona. Estamos en la Francia de la Tercera República, que todavía lame las heridas de su orgullo perdido y de la pérdida de la Alsacia y la Lorena tras la guerra franco prusiana. El prestigioso y polémico Ernest Renan (1823-1892) ha anunciado el tema de su exposición, el concepto de nacionalismo. Indagará en búsqueda de los principios últimos y decisivos de las naciones, su origen y razón de ser. Y, tras rechazar en este sentido a la raza, la lengua, la religión, la economía y la geografía, los hallará (en sintonía con la tradición liberal francesa) en el consentimiento ciudadano, el asentimiento civil y político de una sociedad a la pertenencia a su nación: «La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano».

Su planteamiento se opone, pues, al nacionalismo étnico e incluso racial, con sus componentes de irracionalismo romántico, a la existencia eterna de las naciones, al medio que modela de un modo mágico a los pueblos, siempre escogidos. Renan sitúa en el centro al individuo que, libremente decide su pertenencia a la nación. Y por tanto enuncia el carácter contingente de las naciones: «Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación europea, probablemente, las reemplazará.»

Sin embargo... nuestro autor no puede escapar a su tiempo, y va a conservar los componentes más íntimos del nacionalismo: el organicismo idealista que reconoce en la nación una esencia, existencia y personalidad más real y viva que la de los individuos; el sentimentalismo que propicia la identificación con los antepasados, que «nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional.» Por tanto, «una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer.»

El consentimiento tácito y expreso de la sociedad caracterizará el nacionalismo francés, pero no por ello dejará de ser un nacionalismo: «Me digo a menudo que un individuo que tuviera los defectos considerados como cualidades en las naciones —que se alimentara de vanagloria, que fuera a propósito celoso, egoísta, pendenciero, que no pudiera soportar nada sin desenvainar la espada— sería el más insoportable de los hombres.» Las limitaciones de este nacionalismo más racional, comprensivo y humanitario saltan a la vista, en cuanto se examinan las actuaciones prácticas de los sucesivos gobiernos republicanos, y de las mentalidades y valores que se generalizan en la sociedad francesa.

Bien se comprobará pocos años después cuando toda Europa entre en la vorágine sangrienta de la Gran Guerra. Gustave Hervé, a pesar de que ya ha comenzado su particular evolución del socialismo al socialismo nacional, levantará en 1919 la voz contra los planes de francesizar a los habitantes germanos del Sarre ocupado: «Nos apoderamos de la propiedad de las minas del Sarre, y para no ser molestados en la explotación de estos depósitos de carbón, constituimos un pequeño Estado distinto para los 600.000 alemanes que habitan esta cuenca carbonífera, y a los quince años lograremos, por un plebiscito, que declaren que quieren ser franceses. Ya sabemos lo que esto significa. Durante quince años vamos a actuar sobre ellos, a atacarlos por todos lados, hasta que obtengamos de ellos una declaración de amor. Es, sin duda, un procedimiento menos brutal que el golpe de fuerza que nos arrancó nuestros alsacianos y loreneses; pero si es menos brutal, es más hipócrita.» (La Victoire —la antigua La Guerre Sociale— de 31 de mayo de 1919. Cit. por Keynes en Las consecuencias económicas de la paz.)



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