jueves, 23 de abril de 2015

Montesquieu, El espíritu de las leyes

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Luis Suárez nos presenta así a nuestro autor en su Grandes interpretaciones de la Historia:

«Por sus mismos principios la Ilustración se sentía empujada en dos sentidos: hacia el pasado, donde creía descubrir la forma en que se había desarrollado un progreso racional a partir de fuerzas puramente irracionales, y hacia el futuro, anunciando el óptimo resultado de dicho progreso. Montesquieu y Gibbon —historiadores ambos que se sintieron atraídos por el mismo tema, el Imperio romano— son muestra de la primera tendencia; Condorcet lo es de la segunda. Para explicar las causas del retroceso medieval, que todos abrazaban como un dogma de fe, Gibbon tuvo que admitir la existencia de una época, el siglo de los Antoninos, verdadera Edad de Oro del predominio de la razón; el triunfo del Cristianismo era causa o consecuencia de un movimiento negativo. El marqués de Condorcet nos proporciona el modelo de la segunda tendencia; la ilimitada perfectibilidad humana producirá, en plazo ya breve, una era de libertad, sin tiranos ni sacerdotes.

»Abrazando la doctrina del progreso, la Historia de la Ilustración se hizo apocalíptica en grado extremo. Los hombres serían cada vez más dueños de la Naturaleza por medio de la razón. Pese a todas las apariencias, esta explicación era bastante superficial, tendía a considerar la evolución humana como meramente cuantitativa: siendo siempre el mismo, los conocimientos no podían hacer otra cosa que enriquecer al hombre, adecuándole en ciencia y moral, lo que es un principio falso. De este modo el binomio causa-efecto, esencial para la Historia, era también superficialmente tratado; las explicaciones resultaban demasiado simplistas. Fueron, por ejemplo, los ilustrados quienes atribuyeron la caída del Imperio romano a la catastrófica invasión de los bárbaros, y el Renacimiento a la dispersión de sabios griegos, consecuencia de la conquista de Constantinopla por los turcos. En cierta ocasión Pascal dijo que si la nariz de Cleopatra hubiera sido más larga, sin duda la Historia del mundo habría cambiado. (...)

»Las dos obras más importantes de Montesquieu, las Cartas persas (1721) e Ideas acerca de las causas de la grandeza y decadencia de los romanos (1734), coinciden en la intención, ya que ambas son análisis de problemas políticos; la primera, de los de su propio tiempo; la segunda, de los de ese pueblo singular, Roma, en quien veían los hombres de la Ilustración un precedente y que se ofrecía como material homogéneo.

»Este es el punto de partida: si en los hombres, género igual, se contienen las causas de la prosperidad y decadencia de los Estados, debe bastarnos uno solo, el romano, para comprender la estructura de la Historia. El esquema que de éste nos ofrece Montesquieu suena a algo ya conocido. Roma es una nación dura y belicosa, creada por reyes; cuando éstos constituyen un obstáculo a su desarrollo, el pueblo los expulsa. Un Estado tiene determinados sus límites por la comunidad nacional y sólo sujetándose a ellos puede conservar el equilibrio. Roma se expansionó mucho más de lo que debía y sus ejércitos, alejados de la capital, acabaron siendo unos extraños a su propia patria, mientras que el viejo pueblo romano degeneraba en populacho de ciudad privilegiada. La tensión social engendra los tiranos y el Imperio acabó por descubrir su paradoja, pues necesitaba de los tiranos para tener a raya las fuerzas que él mismo había desencadenado y, al mismo tiempo, el despotismo hacía cada vez más aguda la crisis porque disminuía la riqueza. Hasta que, al fin, se consuma la catástrofe de las invasiones.

»Las líneas anteriores bastan para demostrarnos que Montesquieu poseyó todo el nervio de un auténtico historiador. Sus obras aún se leen con interés. La influencia de Polibio es indudable: admite el decurso de los regímenes, monarquía, aristocracia, democracia y despotismo, pero no como si fueran el resultado de una fuerza ciega. La evolución política obedece a causas de psicología colectiva y es como el resultado de un cierto juego entre dos elementos: las instituciones creadas por el Estado hacen al pueblo; éste, por su parte, actúa sobre las instituciones. El exceso de cualquiera de ambos provoca el desequilibrio. Conocida así la dinámica de la Historia mediante el análisis de un modelo cabal, Roma, Montesquieu cree posible hallar los medios que permitan prevenir las crisis. Es la fórmula de un Estado ideal lo que se intenta exponer en el Espíritu de las leyes (1748).

»Cuando Montesquieu hace referencia a leyes da a esta expresión un sentido tan amplio que caben en ella las que nosotros considerarnos instituciones políticas, sociales o culturales. Todos los seres se comportan según leyes que proceden de su misma naturaleza; puesto que la naturaleza del hombre es racional, sus instituciones proceden de la razón y han de poder ser explicadas por ella. El conjunto de instituciones, que comporta un determinado orden de valores religiosos, jurídicos, éticos o estéticos, equivale a nuestra definición actual de cultura. Montesquieu afirma que ellas están condicionadas al espíritu general, entendiendo por tal la coincidencia de tres factores distintos: el clima, el medio ambiente y los caracteres psicológicos de los hombres.

»La conclusión de Montesquieu es muy importante. Los Estados se originan en la naturaleza psicológica de los hombres que los componen. Pero esta psicología es individualmente libre; por  consiguiente se puede modificar lentamente las instituciones influyendo sobre la psicología del pueblo. Es un juego sutil en el que la educación —piénsese en Rousseau— desempeña un papel decisivo. Pero si los Estados —monarquías, repúblicas o imperios— son susceptibles de evolución no lo son de traslado; la forma de gobierno ha de ser deducida poco a poco del carácter de cada pueblo.»


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