lunes, 21 de septiembre de 2015

Voltaire, Tratado sobre la tolerancia

Quentin de La Tour, Voltaire
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Voltaire es un publicista ágil que reacciona con rapidez a los acontecimientos que llaman la atención de la opinión pública. Por ello, ante el ajusticiamiento de Jean Calas en 1762, publicará esta breve obra con su habitual brillantez de estilo y desde sus combativos planteamientos ideológicos. El asunto era polémico: se acusaba (infundada e irrazonablemente) a un calvinista de Toulouse de haber matado a uno de sus hijos por motivos religiosos. Una parte considerable de los habitantes de esta ciudad francesa entraron en tal efervescencia y agitación que lograron que la justicia local le acusara, juzgara, condenara y ejecutara, a pesar de los intentos (que los hubo) de introducir un poco de sentido común en los acontecimientos. El escándalo provocado hizo que la corte reclamara el procedimiento que, finalmente, fue revocado por completo aunque ya tardíamente en 1765.

En realidad este deplorable acontecimiento no expresa tanto un problema de intolerancia como del fenómeno social del fanatismo de una masa desatada, que resulta imposible de reconducir. De hecho, Voltaire tratará del asunto solamente en el primer capítulo y en el último, y lo utilizará tan sólo como punto de partido para la exposición de sus tesis sobre el concepto que defiende de una tolerancia universal. Y lo hará del modo habitual en sus escritos: acumula atractivamente las citas y referencias procedentes de toda época y nación, y con su causticidad característica nos dirige con aparente claridad hacia unas consecuencias predeterminadas y ajenas al planteamiento inicial. Así, la razonable defensa de la tolerancia se convierte en su habitual (y ya un poco cansino) ataque a lo judeocristiano, y de entre todo ello especialmente a lo católico, y de forma aún más relevante, a los jesuitas. La debilidad de la argumentación (cuando no la trampa) es patente: hoy nos resultan chocantes su defensa como modelo de sociedades tolerantes de la antigua romana, de la china o de la japonesa, y no tanto por lo que actualmente se conoce sobre ellas, sino por lo que ya en tiempos de Voltaire se sabía y publicaba. Curiosamente, su defensa de la tolerancia se convierte en una intolerancia exacerbada (elegante, aunque teñida de desprecio) hacia todo lo que no comparte.

Pero es que el mismo autor de algún modo lo reconoce: «Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia.» Ahora bien, para Voltaire ¿quiénes no son fanáticos? Dejando a un lado los distantes en el espacio o en el tiempo, debemos admitir que para él  son aquellos que coinciden con sus propios planteamientos. Y desde su punto de vista es lógico: si éstos son racionales y humanitarios, los que los contradigan resultan perjudiciales para la sociedad, y de rebote fanáticos. Y a lo largo de la obra se referencian numerosos casos ante los que, afirma, «la intolerancia es de derecho humano.»


Calas se despide de su familia, grabado de Daniel Chodowiecki

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